Todo se me ha vuelto una línea continua. Parpadear y dormir solo se diferencian por la cantidad de tiempo que permanecen cerrados los ojos. La mirada sigue vacía, paralela al horizonte. Ciego ante las cosas, doctor, mi cabeza no funciona bien. Quizá le entró agua. Quizá fue demasiado sol. No, no es nada de eso, doctor. ¿No? ¿Entonces qué es?
No lo sé, doctor, es una especie de estado autónomo. Una cadencia inherente que me complica la existencia. Los pensamientos me rodean como moscas al vuelo. Moscas voraces que tratan de hacerme perder el juicio. Ataques de pánico. Fobia social.
Ayer venía en el colectivo, doctor, tratando de concentrarme en lo bello de la vida. Traté de distinguir todos los colores que desfilaban por la calle. Ponerles nombres. En vez de eso comencé a sumar compulsivamente los números de registro que aparecen en las placas de los automóviles “esa mezcla es peligrosa: nadie en su sano juicio junta al 11 con el 7, con el 9 y remata con un 3 ¿Pero a quién carajo se le ocurre tal cosa? Esta gente es peligrosa. En general, toda la gente es de cuidado.”
Entonces comencé a sudar, doctor. Mi pulso se aceleró. Entré en un estado de alerta permanente. Volteando hacia todos lados. Olfateando por si algún hedor de peligro llegara a aparecerse. Tengo miedo doctor.
¿Miedo de qué, señor Ordoñez? Miedo de la gente. Miedo de darme cuenta de lo que piensan. Locura de que el sol deje de alumbrarme el camino. Miedo de que mis plantas se marchiten. Yo les pongo agua, las dejo al sol. Pero no sé si es suficiente. Últimamente no he querido hablar mucho con ellas. Tengo miedo de infundirles ideas, de contagiarles mi miedo. Soy capaz de lanzarlas por el balcón si me entero de que están marchitándose, o de que hablan con las plantas vecinas acerca de mi estado. Porque yo sé que ellas murmuran. Se quejan de algunas cosas. Pero yo no puedo hacer nada. Son cosas de plantas. De traumas que heredaron cuando fueron semillas y que no curaron mientras germinaban. A mí que no me hagan responsable, no señor.
Señor Ordoñez, no sé si todo esto tenga mucho sentido…
No doctor, si esto sentido no tiene. Es por eso que estoy aquí. Porque no sé qué hacer con tanta falta de sentido. Por ahí un amigo me dijo que lo mejor es lo que me ha pasado. Perder el sentido. Porque así uno puede correr para donde le cante el aire. Puede dar vueltas sin motivo en un mismo lugar, o correr a toda velocidad. También puede tirarse sobre el césped si es que llega el cansancio, y soñar cubierto de noche mientras los grillos cantan. Pero yo no sé, doctor. No me fío del todo. Porque ya sabe que la gente es rara, y nomás a uno lo ven medio feliz y comienzan a carcomerle el plumaje. La gente es mala doctor, y lanza alfileres con los ojos...
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