jueves, 14 de octubre de 2010

Día nublado


.. Además tuve otro sueño, doctor. Estaba dormido muy profundo. Soñé que era un pájaro, volando entumecido en medio de un día nublado. No hacía frío, pero por alguna razón me costaba coordinar el movimiento de las alas. Ya estaba a cierta altura, mecido por las corrientes que cerca del piso no alcanzan a ser percibidas. Estaba esforzándome por hacerlo bien, pensando como hombre, tratando de ingeniármelas para moverme como un ave.  Y lo conseguí. En cierto momento sentí una ligera punzada en el bajo vientre, me contorsioné en el aire y comencé a planear. Me movía ligero, doctor, como un pincel empapado que atraviesa el cielo. Cerré mis ojos y el viento me cantaba por encima del plumaje; era una canción dulce, hipnótica, que me arrullaba.

Seguí así por no sé cuanto tiempo, convertido en uno más de los engranes, avanzando armónico, por sobre las copas de los árboles. Observando los autos que circulaban, mecánicos y en contrasentido. Mirando a la gente confundida, sin saber a ciencia cierta el rumbo de sus pasos, ni el camino por el cual la vida les dirige.

Estoy triste doctor. Porque entre la multitud me vi a mí mismo, tirado de bruces encima de una cebra peatonal, en la calle de Corrientes, esquina con Medrano. Había ruidos y gente rodeándome, doctor. Un charco carmesí bordeaba mi cabeza y los ojos estaban en blanco. Había luces y ambulancias, doctor. El cielo comenzaba nublarse, y después vi dos pájaros grandes, muy negros, volando en círculos, a una altura mayor a lo que yo volaba. Llevaba puesta la misma ropa que llevo ahora, los mismos zapatos.

No sé, doctor. Creo que cuando acabe la consulta, terminaré aceptando mi destino y me dirigiré ahí, a la esquina de Corrientes y Medrano. Quizá por lo menos ahora, pueda dejarme llevar por lo que me,vaya a pasar, por lo que tenga qué suceder conmigo…


- ¿Señor?
- Si,
- Disculpe que lo despierte, sucede que ya hemos llegado.
- ¿En serio?
- Si. Corrientes y Medrano.
- ¿Cuánto le debo?
- 15.75, lo que marca el taxímetro.
- Cóbrese, por favor.
- Buenísimo. Gracias.
- A usted, que tenga buen día.

.
.
.


viernes, 8 de octubre de 2010

PRELUDIO

Caminé por la ciudad, sobreestimulado por tanta vida, por el movimiento, los ruidos y los colores. El aire húmedo no lograba hacerme transpirar, pero era lo suficientemente tibio como para abrirme los poros, dejando algunas microgotas de sudor, justo al ras de la epidermis; iba caminando con cierta prisa inexplicable, con ganas de buscar. Estoy tratando de ser más honesto, y de inmediato comienzo a recordar ciertas cosas; por ejemplo, que una creciente y poco controlable energía se generaba en todo mi cuerpo, acumulándose en el bajo vientre; yo me desplazaba con mi propio ritmo, tratando de que el cuerpo se condujera por sí solo, pero a diferencia de otras ocasiones, no era capaz de soltarme. Esa energía; no podía dejar que aquella energía se apoderara de mí. Estaba creciendo muy rápido, era cuestión de minutos para que comenzara a bullir de formas impredecibles: No podía dejarla crecer porque se me escaparía de más adentro de los huesos y se manifestaría de formas que no conozco y que por el momento prefiero no conocer. Aún soy muy joven como para ser recluído.


En el momento en que llegué a la gran 9 de Julio, me encontré que a partir de su cruce con Av. Corrientes, esta última estaba cerrada tres cuadras hacia el puerto: un grupo de estudiantes de la facultad de Filosofía de la UBA había bloqueado esta calle, provocando un caos vial que orilló a cientos de pasajeros a trasladarse a pie, por lo menos unas cuantas cuadras, lejos del piquete para tratar de subir a alguno de los sobrecargados colectivos, quienes inauguraban rutas alternas que, lejos de evitar el conflicto, terminaban empeorándolo. Las calles, por tal motivo, estaban siendo caminadas por un número considerable de turistas, hombres de corbata, chicas con perfumes que empalagan la nariz, empleados de call centers, ancianos y parejas, transitaran conmigo, muy cerca. Por detrás, por enfrente y hacia mi.

Buenos Aires es una ciudad chica. NO hay día en el que no me encuentre a alguna cara conocida. Algún fantasma de noche desenfrenada. Algún cliente de la cafetería en la que trabajé. Conocidos de amigos, etcétera. Siempre hay un rostro conocido cerca. Nunca se puede ser totalmente anónimo. Este tipo de encuentros ya no me sorprenden, sin embargo, el día de hoy fue diferente. Tenía esta sensación adentro del cuerpo. Me vi de pronto, caminando entre una multitud de animales, como con ojos de bestia asustada, sin saber a donde mirar, tratando de encontrar algún referente que me dijera "quédate tranquilo, estás a salvo". La angustia comenzaba a tocarme la puerta.

Sigo sin saber qué fue exactamente lo que me sucedió esa tarde. Lo que sé es que desde la mañana, mi humor estaba como pocas veces. Amanecí sin sueño. Tomé el taxi a la hora de siempre, y luego continué en subterráneo hasta la oficina. Iba cómodo y tranquilo, aunque... haciendo un recuento, el taxista de hoy fue muy frío y no me deseó un buen día, como lo habían hecho los dos taxistas de los días anteriores. También sucedió que en el subte me senté en un lugar en el que no acostumbro hacerlo: en lo asientos triples, justo entre una mujer vieja y un oficinista treintón. Tengo fobia social, ya lo he dicho varias veces; es por ello que mi "necesidad de gente" me desconcierta.

Y ahora que recuerdo, ahondando en detalles, noté que mucha gente se me quedaba viendo mientras caminaba el último tramo a mi trabajo, unas 10 cuadras sobre Medrano; fuese sobre la misma vereda en la que yo caminaba, e inclusive desde la vereda opuesta, pude percibir que las personas se volteaban, mirándome con cierta expresión, como de sorpresa, como si no hubieran visto algo semejante. Como si mis ojos pidieran ayuda. O el cuerpo se quejara de algún extraño desconsuelo.

Es la Primavera, que enloquece a las personas. Las trastoca. Las hace salir a buscar, ver y mostrar. No me mires a los ojos. No me mires a los ojos. Es peligroso. Mordidas en la yugular. Olor a cuerpo. Todos nos volvemos un poco más animales en esta temporada.

lunes, 4 de octubre de 2010

Révès

Todo se me ha vuelto una línea continua. Parpadear y dormir solo se diferencian por la cantidad de tiempo que permanecen cerrados los ojos. La mirada sigue vacía, paralela al horizonte. Ciego ante las cosas, doctor, mi cabeza no funciona bien. Quizá le entró agua. Quizá fue demasiado sol. No, no es nada de eso, doctor. ¿No? ¿Entonces qué es?

No lo sé, doctor, es una especie de estado autónomo. Una cadencia inherente que me complica la existencia. Los pensamientos me rodean como moscas al vuelo. Moscas voraces que tratan de hacerme perder el juicio. Ataques de pánico. Fobia social.

Ayer venía en el colectivo, doctor, tratando de concentrarme en lo bello de la vida. Traté de distinguir todos los colores que desfilaban por la calle. Ponerles nombres. En vez de eso comencé a sumar compulsivamente los números de registro que aparecen en las placas de los automóviles “esa mezcla es peligrosa: nadie en su sano juicio junta al 11 con el 7, con el 9 y remata con un 3 ¿Pero a quién carajo se le ocurre tal cosa? Esta gente es peligrosa. En general, toda la gente es de cuidado.”

Entonces comencé a sudar, doctor. Mi pulso se aceleró. Entré en un estado de alerta permanente. Volteando hacia todos lados. Olfateando por si algún hedor de peligro llegara a aparecerse. Tengo miedo doctor.

¿Miedo de qué, señor Ordoñez? Miedo de la gente. Miedo de darme cuenta de lo que piensan. Locura de que el sol deje de alumbrarme el camino. Miedo de que mis plantas se marchiten. Yo les pongo agua, las dejo al sol. Pero no sé si es suficiente. Últimamente no he querido hablar mucho con ellas. Tengo miedo de infundirles ideas, de contagiarles mi miedo. Soy capaz de lanzarlas por el balcón si me entero de que están marchitándose, o de que hablan con las plantas vecinas acerca de mi estado. Porque yo sé que ellas murmuran. Se quejan de algunas cosas. Pero yo no puedo hacer nada. Son cosas de plantas. De traumas que heredaron cuando fueron semillas y que no curaron mientras germinaban. A mí que no me hagan responsable, no señor.

Señor Ordoñez, no sé si todo esto tenga mucho sentido…

No doctor, si esto sentido no tiene. Es por eso que estoy aquí. Porque no sé qué hacer con tanta falta de sentido. Por ahí un amigo me dijo que lo mejor es lo que me ha pasado. Perder el sentido. Porque así uno puede correr para donde le cante el aire. Puede dar vueltas sin motivo en un mismo lugar, o correr a toda velocidad. También puede tirarse sobre el césped si es que llega el cansancio, y soñar cubierto de noche mientras los grillos cantan. Pero yo no sé, doctor. No me fío del todo. Porque ya sabe que la gente es rara, y nomás a uno lo ven medio feliz y comienzan a carcomerle el plumaje. La gente es mala doctor, y lanza alfileres con los ojos...